Como consecuencia de las restricciones a la representación de seres animados que impone el islamismo, la arquitectura árabe hizo de la caligrafía un recurso decorativo de primer orden. Así, las paredes de las estancias sagradas se adornaron con los nombres de legendarias figuras religiosas y versículos provenientes del Corán, en un estilo que se prodigaba en el manejo artístico de la línea y con una importancia semejante a la del dibujo y la pintura.
Al prescindir de la imagen icónica, los calígrafos se dieron a la tarea de crear los más bellos estilos para ensalzar el contenido de sus escrituras, incluso a costa de afectar a veces la legibilidad del texto, accediendo a imágenes de una encantadora abstracción. De tal modo, la caligrafía, que comienza como un trazo en el espacio blanco del papel, se hizo también un dibujo de cierta autonomía simbólica en los muros de aquellas vetustas moradas.
De ese carácter sinuoso y encantador que dejó la línea del antiguo escriba, algunos ecos se recogen en las esculturas de Mar Solís (Madrid, 1967). Ella parte del propósito de considerar algunos atributos de la línea en el espacio bidimensional del papel para valorarlos como una experiencia en el espacio de la sala del museo. Para ello debe asumir la línea como un volumen y, lo que es más importante, preservar en las tres dimensiones la fragilidad y contundencia del bello trazo caligráfico.
Para conseguirlo se sirve en primer lugar de la madera, una materia viva y con mucha “información”, según comenta la artista. Dentro de esa información se aprecian atributos como la calidez y la idea de un tiempo que ha transcurrido lento e inmutable. Luego, con la madera se dedica Solís a construir trazos en el espacio que se esparcen mediante amplias líneas curvas que remiten al cálamo del escriba y a la mano que lo sostiene. Estos trazos, valiéndose de su escala monumental y de su falta de simetría, se extienden por el ámbito de las salas para conectar paredes y suelos, creando así un entramado de orden y caos que estimula metáforas vegetales como la del bosque y otras arquitectónicas como la del gótico y el modernismo.
Lo cierto es que las estructuras que produce Mar Solís invitan al movimiento del espectador, a desplazarse por el interior de esas nervaduras de madera a las que se suman otras líneas virtuales debidas al efecto de las sombras, que generan a ratos —por efímero— una atmósfera reticular. Ese encuentro íntimo que promueve la escultura permite al espectador confrontarse con otros valores como lo frágil y la fuerza, lo leve y y lo sólido, la luz y la sombra, el adentro y el afuera, el arriba y el abajo. Estos serían los ductores de las emociones que conforman su obra, y con las cuales quiere afectar los sentimientos del visitante.
Al inscribirse en el espacio, la línea no duda en convivir con el suelo y las paredes, es decir con los parámetros espaciales propios del espectador. Así, la línea del dibujo pasa del referente íntimo del folio a una apertura envolvente que modifica la noción de la escultura tradicional, esa que define su propio espacio mediante pedestales y peanas. En el caso de Solís, su obra tiende más a generar vivencias, a marcar una continuidad emocional entre la realidad del ser humano y la de la obra. Para que esto sea posible había que partir de una consideración muy íntima del espacio como algo maleable y sutil; blando, tal vez, como la superficie a la que los antiguos calígrafos solían destinar el ejercicio profuso de la línea curva.
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